Por Alejandro Ramírez
“Sólo una cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.”
Milan Kundera
-¡Puff!
Miró a fondo las manecillas del reloj holgado en su muñeca izquierda, moviéndose con tanta calma como el oleaje pasajero del mar. Recordaba sus vacaciones en Puerto Vallarta y el poco menos de un metro que le faltó a sus manos, para sentir la tersura húmeda de la piel de la ballena que surgió como si nada del manto superficial de las olas. No entendía cómo había dejado atrás tantos recuerdos, y sin otra cosa en qué pensar, Briseida pasó el cigarrillo de marihuana sostenido entre el pulgar y el índice de su mano derecha. Volvió a mirar el reloj que no fue sino un regalo de su padre en una navidad de hace algunos años. La interrumpió el comentario casi perdido de Julián que se hallaba tendido en el reposet frente a la televisión encendida.
- Tsss… ¡Está chingón ese wacho! ¿Es original?
Exhalando sin prisa el humo del porro, meneó la cabeza a modo de afirmación, lo miró de reojo con una sonrisa pícara y devolvió la mirada para confirmar la hora.
- ¡Puta madre, son casi las diez! ¡Ya me abro!
Recordó que (una vez más no había vuelto a su casa después de tanto tiempo) era la tercera recaída y ya con calma empezaba a olvidar tantas promesas. Comenzaba a evitar con cinismo los rostros decepcionados de sus padres, de su hermana, su tía que tanto la había apoyado, era como si le diera vuelta a la hoja y lo dejara pasar sin ningún resentimiento. De pronto pensó que tantas terapias y pláticas en la clínica de San Miguel de Allende no tenían tanto fundamento. Escuchaba a lo lejos el eco de las voces casi extintas: las palabras como “enfermedad”, “recaída” o “grupos” le sonaban tan pasajeras que la levedad absoluta de su cuerpo, en vísperas del humo en su cabeza, perdían cada vez con más fuerza su significado. Quiso corregirse ella misma pensando en voz alta, imaginándose rodeada de todos aquellos y aquellas que quisieron ayudarla.
- ¡No estoy enferma carajo!
- Estás enferma de amor…
Le dijo Fer mientras cambiaba sin sentido los canales en la televisión.
- Tsss… chále, ¿eso qué wey?
Briseida se levantó del sofá abotonándose la blusa y a la vez en búsqueda de algo.
- ¡Carajo! ¿Dónde lo dejé?
- ¡Ándas, déjale ahí!
Levantó la voz Julián, mientras se sentaba emocionado al ver el programa.
- Bris, vamos a ver las luchas y ya te vas ¿Cámara?
- Nel, ya es bien tarde, no quiero que me vuelvan a mandar a San Miguel…
- ¡Ay no mames! ¡Estás bien lejos de tu cantón, mejor ahorita yo te llevo hasta allá!
Dudándolo por un momento, volteó a verlo con un poco de angustia, sintiendo entre rabia y placer por el hecho de quedarse unos momentos más. Eran momentos ya perdidos y bien sabía que sería más fácil, en un domingo, cruzar la ciudad entera en auto que esperar un transporte que tardaría horas en pasar. Lo pensó por unos breves segundos que se hacían cada vez más largos, volteó la mirada al televisor y extendió instintivamente su mano izquierda para aceptar el toque, no comprendió cómo sabía que estaba ahí, esperándola a ser inhalado, esperándola a sentir la calma, aguardando en su cabeza la multiplicidad de momentos. Recordó enseguida a su compañera Amelia, que decía que cada vez que se metía un toque entraba al televisor, le encantaba ver los programas de National Geographic porque según ella “visitaba los lugares”, “los tocaba”. En alguna ocasión le confesó que se quedó atrapada en el televisor. No sabía cómo había sido rescatada, pero cuando recuperó el raciocinio, estaba tendida en un camastro en el jardín de una clínica contra las adicciones en San Miguel de Allende.
- Tsss… ¡ps ya estás! pero me llevas ¿¡eh cabrón!?
Le dijo en tono amenazante. Se acomodó de nueva forma en el amplio sillón de piel fría, acomodó su cabeza en el brazo acojinado y estiró sus piernas que terminaban en ese par de pies descalzos casi escuálidos, un tanto pálidos. Se miró con detenimiento el tatuaje en el tobillo, cuya forma de luna le recordaba los días y las tardes pasajeras en el tianguis del Chopo. Su frivolidad al recuerdo la hacía una mujer cada vez más antipática: la sensibilidad “se la lleva el carajo”, decía casi todos los días, y esa mañana en especial, más que todos los demás. Ajustó la mirada al cigarrillo que estaba a punto de terminarse, miró con detenimiento las ondas desprendiéndose con lentitud y calma de sus dedos, los cuales no dudó en llevarse a los labios y aspirar muy dentro, dentro de su mano, del Calvin Klein holgado en su muñeca, del departamento perdido en la colonia Portales, del televisor encendido, de las imágenes de su pasado, del encierro. Todo había sido por el encierro. Una vez más con frivolidad, exhaló de un golpe tales pensamientos. Observó a los hombres enmascarados dando vueltas en el cuadrilátero de su cabeza, cerró sus ojos y se rindió dejándose llevar con la misma levedad que unos momentos antes la apartaba de la significancia del mundo.
Levantó su mano y pidió una cerveza al vendedor más próximo, uniformado con una especie de guayabera blanca, cuyos botones centrales aprisionaban la desperdigada barriga. El sujeto tomó del piso la helada botella de vidrio, destapó la corcholata dejando escapar el humo de la boquilla y la vertió enseguida en el vaso de papel plastificado por dentro. La tomó hasta el fondo, la bebió para aplacar esa sed terrible de angustia, le llamaron la atención los gritos de la porra del bando de los rudos, ubicada a sus espaldas, unos niveles por encima de ella. Vio a unos diez sujetos, algunos con máscaras, otros sin ellas, encerrados por una tela de malla que les daba cierta protección, le llamó la atención uno en especial de brazos tatuados y cabello largo enrastado, con camisa a cuadros y manga corta gritaba con más ánimos a la par de todos aquellos enloquecidos por el estrépito de la adrenalina y el coraje. Era como si se encerrara en una jaula de gente enardecida, en donde cada persona se desataba, se desenmascaraba, expulsaba la lujuria, la sodomía, todo aquel pensar y sentimiento aprisionado. Era un acto de liberación y Briseida a los pocos minutos de presenciar a los enormes cuerpos dando vueltas y piruetas por el aire, cayendo una vez tras otra, golpeándose con tanta gracia y elegancia al parejo de los gritos ensordecedores de los maníacos, sintió un vacío irreversible en el fondo del estómago. Pudiera ser el olor a la grasa de las palomitas de maíz que infestaban la entrada del enorme salón de la Arena México. No entendía si era un vacío a causa del hambre, de las tortas de jamón envueltas en una bolsilla de plástico empacadas todas en los hombros de otro vendedor de guayabera blanca, o era quizá el vértigo de la verdad. El vértigo del sufrimiento de cada caída, o mejor dicho cada recaída. Se sintió abatida de bruces en el telón azul-elástico del cuadrilátero. Sentía que cada cuerda era un escalón a la libertad, a una libertad disfrazada porque “ah cómo dolía cada caída”: sentía el choque ardiente de su cuerpo al contraste con el piso, porque si bien esas cuerdas asemejaban el camino a una libertad absoluta, cada golpe ensordecía el despecho de sus amores, el coraje de volverse un blanco fácil de las peleas frecuentes de sus padres, el desprendimiento acelerado casi arrancado de su hermana porque cuando ella partió de casa tuvo que soportar el caótico mundo irreparable de la locura insólita de su familia. Quizá era eso, cada vez que incorporaba a su cuerpo el humo mediático de su adicción, se volvía impertérrita y no era otra cosa salvo un descanso. Un descanso del mal humor, de los gritos, de la rabia callada, aguardada tan adentro que le resultaba cada vez más difícil expulsar. “La sensibilidad se la lleva el carajo”, repetía una vez tras otra mientras daba vuelta a la hoja. Se levantó del asiento de plástico sujeto al piso, en absoluto, carente de comodidad alguna. Salió de la fila de asientos, dirigiéndose al pasillo más próximo y caminó en orientación al cuadrilátero, tropezó de repente con otro sujeto de guayabera blanca en cuyos hombros llevaba un cartón con papas fritas y chicharrones “Sabritas” que cayeron al piso desperdigadas por todos lados. Sin prestarle importancia se acercó a las cuerdas, en ese momento un enmascarado se hallaba con la cabeza tendida a la orilla del cuadro, su cabeza en el aire volteó y miró a Briseida con extrañeza. Sus ojos la encontraron, y ella lo encontró a él. No perdió ni un segundo, quería abrazarlo, sujetarlo para no soltarlo en el resto de sus días, con locura insólita se arrojó abriendo las palmas de sus manos y estirando sus brazos con el deseo inagotable de guardarlo para ella.
- ¡Puta madre Fer! No se despierta, ¿Qué hacemos?- Briseida, parpadeó por unos instantes y meneó la cabeza.
- ¿Qué pasó cabrón? ¿Ya nos vamos?
- No inventes Bris, yo pensé que ya te nos andabas quedando en el viaje…
Exclamó Fer en un tono de alivio.
- ¡Nel! Todavía aguanto un toque más.
Metió la mano debajo del sillón buscando sus zapatos y halló su celular apagado:
- ¡Ay a huevo, ya lo encontré! Ahora sí ya vámonos ¿No?...