jueves, 7 de mayo de 2009

Y el ganador es…




Por Rosa Leyva Uribe

Ataviada en un vestido bordado a mano para cumplir uno de los requisitos para ser jurado salí de la casa donde nos hospedamos, inmediatamente observé a las participantes llegar con sus cazuelas y canastas, la multitud se hizo presente y fue necesario atravesarla para poder entrar al área del concurso, justo en medio de la plaza principal, cercada en malla ciclónica.
Un poco agobiada por el calor que empezaba a sentirse, me senté en las sillas destinadas al jurado, me dispuse a esperar mi turno para inscribirme y tomar las indicaciones necesarias para calificar a los 20 platillos que se me asignarían. Estresada por la muchedumbre, el escándalo de los anuncios por el micrófono requiriendo a los jurados, la música de los puestos de comida y el grupo musical otomí que se encontraba del otro lado del escenario principal, sólo podía imaginar lo que estaba por esperarme.
Me inscribí y conocí al equipo con el que calificaría. -¡Vamos!-, me dijo aquel señor que sin conocerme me jaló del brazo para guiarme a la zona en la cual calificaríamos. Realmente había tanta gente que por un momento me desubiqué y no era para menos, el paisaje daba a notar filas y filas de mesas con algunas señoras enfundadas en trajes típicos con su cazuela y platillos montados sobre un mantel blanco, dispuestas a ganar. Después del jaloneo de tan desagradable hombre noté en el folder que me dieron los cuatro aspectos a calificar, en la parte superior escribiría mi nombre y firma. “¡Wow! que importante me siento”, pensé y convencida en momentos de mi ventaja ante otros asistentes caminé tratando de suprimir el incidente antes ocurrido y mal mirando a aquel tipo que ostentaba superioridad y soberbia.
Me separé del grupo para comenzar con mis actividades, aunque sinceramente no tenía la más remota idea de qué hacer o decir. Nerviosa y acalorada, comencé con la participante número 41; en mis manos llevaba una botella de agua, un folder, un lápiz, un plato de unicel, un tenedor de plástico y una servilleta (material proporcionado a todos los jueces) además de mi cámara fotográfica para documentar el acontecimiento. Coloqué las cosas en la mesa, respiré profundo y con las manos temblorosas me presenté con la señora dándole los buenos días, preguntándole su nombre y los datos requeridos para anotarlos en la tabla e iniciar a calificar con la obligada pregunta: “¿Qué platillo preparó?”. Con una sonrisa en la boca esperé la tan ansiada respuesta y continué con un impaciente “¿me regala una probadita?”, horrible fue descubrir que el platillo estaba súper frío, algo lógico después de horas de espera de las concursantes. Estúpido fue pensar que algo estaría medianamente caliente o ya de menos tibio, disimular fue lo único que me quedó. El platillo no era malo, me mentalicé respecto al hecho para asimilarlo y seguir comiendo de aquel guisado de orejones de calabaza al pipián, “¡odio las calabazas!” dije para mis adentros; sin embargo en todo momento evité los gestos, algo realmente complicado de hacer. No tenía nada en contra de aquella preparación, por lo que traté de ser lo más objetiva para calificar la presentación, higiene, sazón y originalidad.
Terminada la primera calificación comprendí mi labor, tomé de la mesa lo que llevaba conmigo y pensé “¡carajo, así serán los próximos 19!”. Me causó muchos problemas llevar tantas cosas, porque tenía que hacer todo de pie, así que de nueva cuenta traté de acomodarme y dejar de pensar en eso, no era para tanto, “son sólo unas cuantas cositas”. Probé hasta el platillo número 60 deleitándome con cada uno de ellos, todo nuevo para mi: golumbos, flor de garambullo, sábila y palma, todas en tortitas y con diferentes salsas: verde, roja, mole, pipián, un toque de amor y el secreto que nunca falta en los concursos.
Después, ensalada de nopales y en cuanto a quelites puedo jurar que ahí probé los más deliciosos de mi vida: verdes, acompañados con cebolla y sal, “lavados y cocidos, exprimidos tres veces hasta dejarlos sin jugo” como me dijo aquella señora de 98 años mientras los probaba e inclinaba mi cabeza para escucharla. Además probé una sopa de fríjol quebrado con trigo, así como otra con nopales y cilantro.
Uno a uno los platillos me iban conquistando hasta que probé nopales rellenos de flor de garambullo, capeados y bañados en salsa verde, ¡asombrosos! Luego apareció lo mejor: las chicharras que tanto quería probar, hicieron acto de presencia en un platillo llamado “Corona de escamoles” escoltada por una salsa de nuez cimarrona. Me cautivó desde que noté su presencia, contaba los pasos entre la gente para descubrir ese montaje tan especial y elaborado, adornado con unas flores similares a las orquídeas; he de confesar que pedí más, nunca las había comido y era mi oportunidad de deleitarme con tan suculenta preparación.
Disfruté los nuevos sabores de cada guiso en mi boca, aunque seguía con la idea de que los quería “calientitos”; de pronto, sentí que ya no podía mas, la gente no dejaba de moverse de un lado a otro del pasillo como desesperados, algunos queriendo ayudar, tomar fotos o calificar, parecía que estábamos en los “carritos chocones” o que éramos invisibles. Era insoportable esa situación, todos pasaban sin precaución mientras yo me mentalizaba respirando profundo: “sólo faltan cinco participantes Rosa tranquila”. Cuando de repente escuché esa voz desagradable:
- ¿Ya terminaron?- preguntó “Don agresividades”
- No, necesito hacer las sumas finales- comenté un poco molesta
- Ven yo te ayudo-
-Olvídalo, yo puedo sola, gracias-
¡Como lo odie! Era un tipo con actitudes bastante desagradables, se la pasaba hostigando a las concursantes para que se pusieran de pie, criticando su atuendo, verificando si traían huaraches o si se peinaron de trenzas, ¡Qué horror!, me negaba a dirigirle la palabra, estaba tan molesta que no supe como actuar. Entonces, me dediqué a realizar la sumatoria correspondiente siendo interrumpida nuevamente por el fastidioso señor:
- ¿Te ayudo para que sea más rápido?- preguntando con un aire pedante
- No, gracias- contesté ahora más molesta
Se retiró haciendo señas de que ahí me esperaba, creí que me iba a desmayar del coraje pero respiré profundo – de nueva cuenta – para terminar con mis actividades. Caminé hacia la mesa donde me aguardaba “Don agresividades” y el otro señor al cual no le presté la más mínima atención y viceversa, comparamos calificaciones y empezó “lo mero bueno”: media hora de discusión, cada quien con diferente resultado, ¡Ay no!, ¿Por qué a mí?
Empecinado con que su elección era la mejor, no me dejaba hablar e intentaba disuadir al otro juez de que su resultado era el indicado y ese debería ser el nominado. La discusión empezó a subir de tono hasta llegar a levantarnos la voz, irritados y desesperados acordamos que el platillo ganador sería la Corona de Escamoles, coincidiendo en los puntajes de sabor y presentación. Nos dirigimos hacia la mesa en donde se encontraba colocada la señora con su platillo y lo retiré para ponerlo al lado de los demás finalistas y así huir de aquel par y desaparecerme entre la multitud deseando jamás verlos.
Calificar no me resultó desagradable, pero el ambiente no me pareció el apropiado, se necesita de más tiempo, paciencia y relajación para hacerlo correctamente.