Por Julieta Cruz López
No recuerdo con exactitud las palabras. Tan sólo me quedan los recuerdos de los sonidos inefables, los sabores, los aromas. Ese lugar me conquistó por el estómago al compartirnos la experiencia de la barbacoa de hoyo a cargo de Don Candi y Don Emiliano.
Aunque no era Jerusalén para acceder al inframundo de manera más directa, de un agujero se comenzaron a remover piedras al rojo vivo, quienes parecían haber abandonado sus sepulcros de fuego del sexto círculo dantesco; aún no imagino el hiriente calor que esas rocas puedan transmitir. De las piedras se desprendían chispas incandescentes en señal de la celebración por el festín, levantándose y danzando hasta lograr un efecto de fascinación en varios de los presentes, pues hacían remembrar alguna escena de ciencia ficción.
Las rocas fueron acomodadas al interior de la circunferencia del hoyo, unas encima de otras —como si fueran limones en el mercado— y cubiertas por pencas de maguey rebanadas.
A mí alrededor se disponían una olla y recipientes portando al borrego en cuestión, pollos adobados y una mezcla semejante a una piscina de rebanadas de cebolla, más tarde me enteré de la importancia de dicha olla para recoger el consomé. Así ésta se colocó en el hoyo, y a manera de puente, se le colocaron ramas de mezquite, responsables de detener los cadáveres de los animales, sazonados con una brisa recia de sal. Al final se cubrió por dos lienzos de rafia de costal, tierra y como detalle extra una cruz marcada en el montículo “para evitar que se acerque el diablo”, afirma uno de los dos barbacoyeros.
Mientras esto trascurría, en el ambiente se percibía un toque ahumado, el calor comenzaba a descender conforme se acercaba la puesta de sol y las lámparas de mano eran encendidas para alumbrar el hoyo.
Si bien es difícil recordar las palabras, hay una imagen muy peculiar, imposible de borrar de mi mente: una rata rozándome los pies. Mi primera reacción fue un pequeño grito casi silenciado de inmediato por la pena, aunado a una mirada desesperada en búsqueda de otra, capaz de calmar mi incredulidad al haber visto al desagradable roedor —casi del tamaño de un conejo—, trepar entre escombros en el terreno donde nos hallábamos.
A pesar de mi experiencia con la rata, permanecía mi ansiedad casi intacta por probar la barbacoa. Así al día siguiente, dos amigos y yo asistimos al destape.
Ahora los olores de la barbacoa eran evidentes, el vapor jugueteaba en mi nariz, el frío se me había olvidado. Cuando Don Emiliano comenzó a acomodar las pencas de maguey cocidas y la carne en un cajón plástico, me percate de cómo ésta se deshacía entre sus dedos. En ese momento mi instinto barbacoyero surgió mientras salivaba y mis ojos brillaban cuando veían la carne. No sé si fui tan obvia, pues de pronto Don Emiliano extendió su mano con unos cuantos trozos de barbacoa y pollo. Ni yo ni mis acompañantes pudimos resistirnos al deleite ofrecido por el manjar hidalguense. Mientras estábamos engullendo la barbacoa y chupándonos los dedos, llegó Don Candi y nos preguntó si queríamos probar el consomé ahí o nos esperábamos hasta el tianguis. Evidente fue nuestra respuesta; optamos por la primera opción y aunque mi lengua sufrió las consecuencias del ardiente caldo, el sabor único, no se me olvidará jamás.
El mayor disfrute de esta experiencia no fueron los sabores, la vista o el deleite, sino la sinceridad, humildad y calidez de la gente de Santiago de Anaya para recibir a visitantes, investigadores y curiosos, permitiendo conocer más de su vida cotidiana, costumbres y hábitos.
No recuerdo con exactitud las palabras. Tan sólo me quedan los recuerdos de los sonidos inefables, los sabores, los aromas. Ese lugar me conquistó por el estómago al compartirnos la experiencia de la barbacoa de hoyo a cargo de Don Candi y Don Emiliano.
Aunque no era Jerusalén para acceder al inframundo de manera más directa, de un agujero se comenzaron a remover piedras al rojo vivo, quienes parecían haber abandonado sus sepulcros de fuego del sexto círculo dantesco; aún no imagino el hiriente calor que esas rocas puedan transmitir. De las piedras se desprendían chispas incandescentes en señal de la celebración por el festín, levantándose y danzando hasta lograr un efecto de fascinación en varios de los presentes, pues hacían remembrar alguna escena de ciencia ficción.
Las rocas fueron acomodadas al interior de la circunferencia del hoyo, unas encima de otras —como si fueran limones en el mercado— y cubiertas por pencas de maguey rebanadas.
A mí alrededor se disponían una olla y recipientes portando al borrego en cuestión, pollos adobados y una mezcla semejante a una piscina de rebanadas de cebolla, más tarde me enteré de la importancia de dicha olla para recoger el consomé. Así ésta se colocó en el hoyo, y a manera de puente, se le colocaron ramas de mezquite, responsables de detener los cadáveres de los animales, sazonados con una brisa recia de sal. Al final se cubrió por dos lienzos de rafia de costal, tierra y como detalle extra una cruz marcada en el montículo “para evitar que se acerque el diablo”, afirma uno de los dos barbacoyeros.
Mientras esto trascurría, en el ambiente se percibía un toque ahumado, el calor comenzaba a descender conforme se acercaba la puesta de sol y las lámparas de mano eran encendidas para alumbrar el hoyo.
Si bien es difícil recordar las palabras, hay una imagen muy peculiar, imposible de borrar de mi mente: una rata rozándome los pies. Mi primera reacción fue un pequeño grito casi silenciado de inmediato por la pena, aunado a una mirada desesperada en búsqueda de otra, capaz de calmar mi incredulidad al haber visto al desagradable roedor —casi del tamaño de un conejo—, trepar entre escombros en el terreno donde nos hallábamos.
A pesar de mi experiencia con la rata, permanecía mi ansiedad casi intacta por probar la barbacoa. Así al día siguiente, dos amigos y yo asistimos al destape.
Ahora los olores de la barbacoa eran evidentes, el vapor jugueteaba en mi nariz, el frío se me había olvidado. Cuando Don Emiliano comenzó a acomodar las pencas de maguey cocidas y la carne en un cajón plástico, me percate de cómo ésta se deshacía entre sus dedos. En ese momento mi instinto barbacoyero surgió mientras salivaba y mis ojos brillaban cuando veían la carne. No sé si fui tan obvia, pues de pronto Don Emiliano extendió su mano con unos cuantos trozos de barbacoa y pollo. Ni yo ni mis acompañantes pudimos resistirnos al deleite ofrecido por el manjar hidalguense. Mientras estábamos engullendo la barbacoa y chupándonos los dedos, llegó Don Candi y nos preguntó si queríamos probar el consomé ahí o nos esperábamos hasta el tianguis. Evidente fue nuestra respuesta; optamos por la primera opción y aunque mi lengua sufrió las consecuencias del ardiente caldo, el sabor único, no se me olvidará jamás.
El mayor disfrute de esta experiencia no fueron los sabores, la vista o el deleite, sino la sinceridad, humildad y calidez de la gente de Santiago de Anaya para recibir a visitantes, investigadores y curiosos, permitiendo conocer más de su vida cotidiana, costumbres y hábitos.