Hace ya varios años, con motivo de sus reuniones semanales -entre amigos- mi padre solía llevarme a desayunar cada domingo. En cada encuentro, remembraban sus viejas hazañas, sus actuales pasatiempos, qué se yo. La relevancia de este hecho era para mí nula. Carecía de toda importancia si se encontraba con uno o con cinco y la verdad es que mis recuerdos son muy vagos. Si acaso, recuerdo con mucha dificultad uno y quizá dos rostros distintos, nada en concreto. No había para mí mayor emoción en el resto de la semana, sino esperar a que llegara el domingo. Evidentemente, no por las reuniones, sino por el desayuno. Recuerdo que visitaban con frecuencia la cafetería de “Sanborns” no se con exactitud cuál de ellas, pues al parecer existen hoy en día más de cien tiendas esparcidas por todo el país y una que otra perdida, en algunos países de América Latina. En fin, cada domingo con esa voz grave, profunda y tan llena de ternura, mi padre al pie de la cama me hacía la misma pregunta: Alex ¿me vas a acompañar? Entre sueños y bostezos, algunas veces incluso debajo de las cobijas, mi mente detonaba con la imagen de un par de huevos fritos, con chiles poblanos cortados en tiras y queso, no recuerdo si llevaban consigo dos tortillas remojadas en la misma salsa (debajo de los huevos), crema y más queso. Además un bolillo tan humeante y crujiente, cortado por la mitad, a la plancha y con mantequilla. En seguida, levantando mi cabeza, con los ojos entreabiertos y las pestañas un tanto pegadas, los cabellos rebotados a causa de la almohada y la tan agobiante pereza del resto de mi cuerpo, movía en señal de consentimiento la cabeza. Cuántas veces lo acompañé a desayunar en aquel tiempo, no lo sé, como tampoco sé por qué no he podido olvidar la imagen de aquellos desayunos, ni el empeño con el que me los comía, ni siquiera las ganas con las que me levantaba para que me llevaran a desayunar. Parecen tan reales aquellas palabras que dictan “nadie extraña lo que no conoce”. No logro entender en qué momento la ilusión cálida y placentera de la niñez se volvió un disparate de locos, eufórico y sin sabor, en donde la calidez reconfortante de los asientos amplios y cómodos, se tergiversó en unos corrientes sillones de plástico que no hacen sino rechinar cada vez que uno se mueve. A dónde se fue la sonrisa de una señorita que con amabilidad escribía la orden de “Huevos Sanborns” Quizá quedó apretada y sofocada en esa cinta que, amarrada a su cintura, permite escapar no más que una terrible mueca de sonrisa forzada. Y qué pasó también con los molletes crujientes y el queso gratinado, no entiendo de dónde salen ahora, estos bolillos con las orillas negras, los frijoles de lata fríos y una rebanada de queso cuyo aroma, asemeja el refrigerador en el que se hallaba almacenado ¿y los sándwiches? En palabras de Carlos Fuentes: “…sándwiches altos como los célebres emparedados de Lorenzo-Dagwood en la tira cómica e inclinados tan peligrosamente como la torre de pisa.” En este caso ya caídos y con un palillo en medio (que por cierto nadie se come), que evita que se desborde el atiborro de lechugas y jamones que lleva por dentro. Hasta dónde llega el gusto por el buen comer y hasta qué punto, citando de nuevo a Fuentes: “…saber de gastronomía, puede ser fuente no sólo de fortuna, sino de magníficos banquetes, convirtiendo la necesidad de supervivencia, en el lujo de la vivencia.”
Por Alejandro Ramírez Pérez
Hace ya varios años, con motivo de sus reuniones semanales -entre amigos- mi padre solía llevarme a desayunar cada domingo. En cada encuentro, remembraban sus viejas hazañas, sus actuales pasatiempos, qué se yo. La relevancia de este hecho era para mí nula. Carecía de toda importancia si se encontraba con uno o con cinco y la verdad es que mis recuerdos son muy vagos. Si acaso, recuerdo con mucha dificultad uno y quizá dos rostros distintos, nada en concreto. No había para mí mayor emoción en el resto de la semana, sino esperar a que llegara el domingo. Evidentemente, no por las reuniones, sino por el desayuno. Recuerdo que visitaban con frecuencia la cafetería de “Sanborns” no se con exactitud cuál de ellas, pues al parecer existen hoy en día más de cien tiendas esparcidas por todo el país y una que otra perdida, en algunos países de América Latina. En fin, cada domingo con esa voz grave, profunda y tan llena de ternura, mi padre al pie de la cama me hacía la misma pregunta: Alex ¿me vas a acompañar? Entre sueños y bostezos, algunas veces incluso debajo de las cobijas, mi mente detonaba con la imagen de un par de huevos fritos, con chiles poblanos cortados en tiras y queso, no recuerdo si llevaban consigo dos tortillas remojadas en la misma salsa (debajo de los huevos), crema y más queso. Además un bolillo tan humeante y crujiente, cortado por la mitad, a la plancha y con mantequilla. En seguida, levantando mi cabeza, con los ojos entreabiertos y las pestañas un tanto pegadas, los cabellos rebotados a causa de la almohada y la tan agobiante pereza del resto de mi cuerpo, movía en señal de consentimiento la cabeza. Cuántas veces lo acompañé a desayunar en aquel tiempo, no lo sé, como tampoco sé por qué no he podido olvidar la imagen de aquellos desayunos, ni el empeño con el que me los comía, ni siquiera las ganas con las que me levantaba para que me llevaran a desayunar. Parecen tan reales aquellas palabras que dictan “nadie extraña lo que no conoce”. No logro entender en qué momento la ilusión cálida y placentera de la niñez se volvió un disparate de locos, eufórico y sin sabor, en donde la calidez reconfortante de los asientos amplios y cómodos, se tergiversó en unos corrientes sillones de plástico que no hacen sino rechinar cada vez que uno se mueve. A dónde se fue la sonrisa de una señorita que con amabilidad escribía la orden de “Huevos Sanborns” Quizá quedó apretada y sofocada en esa cinta que, amarrada a su cintura, permite escapar no más que una terrible mueca de sonrisa forzada. Y qué pasó también con los molletes crujientes y el queso gratinado, no entiendo de dónde salen ahora, estos bolillos con las orillas negras, los frijoles de lata fríos y una rebanada de queso cuyo aroma, asemeja el refrigerador en el que se hallaba almacenado ¿y los sándwiches? En palabras de Carlos Fuentes: “…sándwiches altos como los célebres emparedados de Lorenzo-Dagwood en la tira cómica e inclinados tan peligrosamente como la torre de pisa.” En este caso ya caídos y con un palillo en medio (que por cierto nadie se come), que evita que se desborde el atiborro de lechugas y jamones que lleva por dentro. Hasta dónde llega el gusto por el buen comer y hasta qué punto, citando de nuevo a Fuentes: “…saber de gastronomía, puede ser fuente no sólo de fortuna, sino de magníficos banquetes, convirtiendo la necesidad de supervivencia, en el lujo de la vivencia.”
Hace ya varios años, con motivo de sus reuniones semanales -entre amigos- mi padre solía llevarme a desayunar cada domingo. En cada encuentro, remembraban sus viejas hazañas, sus actuales pasatiempos, qué se yo. La relevancia de este hecho era para mí nula. Carecía de toda importancia si se encontraba con uno o con cinco y la verdad es que mis recuerdos son muy vagos. Si acaso, recuerdo con mucha dificultad uno y quizá dos rostros distintos, nada en concreto. No había para mí mayor emoción en el resto de la semana, sino esperar a que llegara el domingo. Evidentemente, no por las reuniones, sino por el desayuno. Recuerdo que visitaban con frecuencia la cafetería de “Sanborns” no se con exactitud cuál de ellas, pues al parecer existen hoy en día más de cien tiendas esparcidas por todo el país y una que otra perdida, en algunos países de América Latina. En fin, cada domingo con esa voz grave, profunda y tan llena de ternura, mi padre al pie de la cama me hacía la misma pregunta: Alex ¿me vas a acompañar? Entre sueños y bostezos, algunas veces incluso debajo de las cobijas, mi mente detonaba con la imagen de un par de huevos fritos, con chiles poblanos cortados en tiras y queso, no recuerdo si llevaban consigo dos tortillas remojadas en la misma salsa (debajo de los huevos), crema y más queso. Además un bolillo tan humeante y crujiente, cortado por la mitad, a la plancha y con mantequilla. En seguida, levantando mi cabeza, con los ojos entreabiertos y las pestañas un tanto pegadas, los cabellos rebotados a causa de la almohada y la tan agobiante pereza del resto de mi cuerpo, movía en señal de consentimiento la cabeza. Cuántas veces lo acompañé a desayunar en aquel tiempo, no lo sé, como tampoco sé por qué no he podido olvidar la imagen de aquellos desayunos, ni el empeño con el que me los comía, ni siquiera las ganas con las que me levantaba para que me llevaran a desayunar. Parecen tan reales aquellas palabras que dictan “nadie extraña lo que no conoce”. No logro entender en qué momento la ilusión cálida y placentera de la niñez se volvió un disparate de locos, eufórico y sin sabor, en donde la calidez reconfortante de los asientos amplios y cómodos, se tergiversó en unos corrientes sillones de plástico que no hacen sino rechinar cada vez que uno se mueve. A dónde se fue la sonrisa de una señorita que con amabilidad escribía la orden de “Huevos Sanborns” Quizá quedó apretada y sofocada en esa cinta que, amarrada a su cintura, permite escapar no más que una terrible mueca de sonrisa forzada. Y qué pasó también con los molletes crujientes y el queso gratinado, no entiendo de dónde salen ahora, estos bolillos con las orillas negras, los frijoles de lata fríos y una rebanada de queso cuyo aroma, asemeja el refrigerador en el que se hallaba almacenado ¿y los sándwiches? En palabras de Carlos Fuentes: “…sándwiches altos como los célebres emparedados de Lorenzo-Dagwood en la tira cómica e inclinados tan peligrosamente como la torre de pisa.” En este caso ya caídos y con un palillo en medio (que por cierto nadie se come), que evita que se desborde el atiborro de lechugas y jamones que lleva por dentro. Hasta dónde llega el gusto por el buen comer y hasta qué punto, citando de nuevo a Fuentes: “…saber de gastronomía, puede ser fuente no sólo de fortuna, sino de magníficos banquetes, convirtiendo la necesidad de supervivencia, en el lujo de la vivencia.”